jueves, 29 de septiembre de 2011

Los nuevos y viejos pasos de Greg Sánchez en política

                                                                                                                              

El líder evangélico, nacido en Guerrero pero criado en Chiapas, Gregorio Sánchez Martínez, ex presidente municipal de Benito Juárez, Quintana Roo, reapareció hoy jueves en la política al solicitar su registro como consejero nacional del Partido de la Revolución Democrática (PRD) y así catapultarse al Senado de la República.

Pocos días después de haber dejado la cárcel, Greg prometió dejar la política y no cumplió. Anunció a los cuatro vientos que se dedicaría a lo suyo: ser cantante grupero y de música cristiana y también mintió.

En conferencia de prensa, la planilla número uno de candidatos a delegados y congresistas nacionales y locales, Gerardo Mora Vallejo, y la expresidenta municipal interina de Benito Juárez, Latifa Muza Simón, también “destaparon” al exalcalde como aspirante a la candidatura al Senado de la República.

Muza Simón, ex presidente municipal de Benito Juárez (Cancún) negó que con esta acción se trate de “blindar” a Gregorio Sánchez ante el desenlace que tendrán los diversos expedientes penales abiertos en su contra en Quintana Roo.

Por Quintana Roo se registraron seis planillas, y al igual que la encabezada por Greg y su hija (ambos como contendientes de las únicas dos consejerías nacionales por el estado), deberán competir en la elección del próximo 23 de octubre, en la que los declarantes prevén una participación de poco más de 12 mil de los 23 mil perredistas afiliados.


En La Habana continúa el silencia sobre su caso


La Habana, Cuba.-Nadie quiere hablar de Gregorio Sánchez Martínez, ex presidente municipal de Benito Juárez (Cancún): funcionarios del gobierno cubano esquivan el tema; diplomáticos mexicanos culpan al tiempo y sus agendas; y los personeros que lo conocieron en el Vedado simplemente se han vuelto invisibles.

Asiduo visitante de la isla, Gregorio Sánchez Martínez, el ex candidato del Partido de la Revolución Democrática (PRD) al gobierno de Quintana Roo, dejo pocas huellas en una ciudad a la que viajaba cotidianamente desde del años 2000 para “hacer negocios, principalmente de los llamados giros negros”, dice Ricardo, un mexicano dedicado a contratar grupos musicales y bailarinas para una empresa en la Ciudad de México.

Sus primeros contactos en La Habana, comenta el empresario mexicano, fue con músicos y personajes del espectáculo, quien dejó de tener contacto con el ex alcalde en el 2005.

Las últimas dos veces que lo vieron en la Habana fue en el año 2008, cuando ya era alcalde de Cancún y su romance con Niurka Sáliba iba viento en popa.

La primera vez, en el primer semestre del 2008 en una reunión con empresarios del espectáculo. La segunda ocasión, a fines de noviembre del mismo año en la Casa Benito Juárez, ubicada en La Habana Vieja. Ahí, inauguro una exposición colectiva de artistas plásticos de Cancún: “Cancún Art”.

En el Ministerio de Cultura se negaron a ofrecer información sobre la relación que mantenían con el gobierno municipal de Benito Juárez.

“No podemos dar información sobre nuestros proyectos con ningún gobierno. Sólo te puedo decir que con Cancún venimos trabajando desde hace muchos años, no es nueva la relación”, comentó a Proceso uno de los funcionarios que dejo en claro que no era una entrevista.

La aprehensión de Gregorio Sánchez no es un tema que interese al gobierno cubano, tampoco que la esposa del ex candidato al gobierno de Quintana Roo, la cubana Niuka Sábila, haya intentado involucrar a la isla.

El silencio sobre el caso es de total. El Ministerio de Relaciones Exteriores no tiene dentro de su agenda la posibilidad de referirse al tema. Una fuente fidedigna de la cancillería deslindó a Cuba de “cualquier intento de involucrar” al país en un hecho en el que “no tenemos nada”.

“Somos respetuosos de los asuntos internos de México. Tenemos un gran respeto por los mexicanos y sus leyes. Cuba no hará ningún pronunciamiento porque consideramos un problema interno de México y en donde Cuba simplemente no tienen ningún vinculación, desconocemos lo que pasa ahí”, aseguró a Proceso.

Para los medios de comunicación tampoco existe el caso de Gregorio Sánchez, acusado de tener vínculos con el narcotráfico, lavado de dinero y el tráfico de cubanos, chinos y rusos a México.

        El juicio de Mario Villanueva

El año pasado inició en una Corte Federal de Nueva York, Estados Unidos, el juicio contra el ex gobernador de Quintana Roo, Mario Villanueva Madrid, acusado, al igual que Gregorio Sánchez Greg, de tráfico de drogas y lavado de dinero.

Villanueva Madrid, es presidente municipal de Benito Juárez (Cancún) y ex gobernador de Quintana Roo, fue extraditado a Estados Unidos el 10 de mayo de 2010, acusado de aceptar millones de dólares en sobornos por parte del cártel de Juárez y podría ser condenado a cadena perpetua por acusaciones de narcotráfico y 20 años de prisión por los cargos de lavado de dinero.

El juicio en la Corte Federal de Nueva York en contra el ex gobernador de Quintana Roo podría involucrar a Cuba por los vínculos que sostuvo el ex ministro de Relaciones Exteriores de Cuba, Roberto Robaina, con Villanueva.

Robaina, un carismático dirigente de la Unión de Jóvenes Comunistas (UJC) fue destituido hace once años (1999) acusado por el gobierno cubano de haber recibido dinero y dádivas (viajes en aviones particulares) por parte del ex gobernador Mario Villanueva.

También se le acusó de autopromocionarse como candidato de una futura transición política en Cuba, tras revelarse una conversación telefónica entre Robaina y el ex canciller español Abel Matutes, en abril de 1998.

Sin que hasta el momento haya pruebas que involucren a Cuba con los dos casos, el de Mario Villanueva y Gregorio Sánchez, lo cierto es que los dos tuvieron contacto con personajes de nacionalidad cubana.

Con la detención de Sánchez Martínez, suman cuatro los alcaldes de Cancún que han pisado la cárcel por diferentes delitos: Arturo Contreras Castillo, Ignacio García Zalvidea, Mario Villanueva Madrid y Gregorio Sánchez Martínez.CVV

martes, 27 de septiembre de 2011

“Murió Fidel Castro”, difunden, una vez más, por Twitter; en La Habana causa risa.

                                                                                 


La Habana, Cuba.- Un virus cibernético mató en las redes sociales al ex presidente de Cuba, Fidel Castro Ruz.
Los rumores acerca de que el líder de la Revolución cubana había muerto o estaba muriéndose –fue abrumador los mensajes de todo el mundo- circuló a mediados del presente mes en el Twitter, la mayor  red social de comunicación por Internet.
De acuerdo con el sitio Naked Security, dedicada a la investigación de “ malware” o virus cibernéticos, confirmó que la información se había generado inicialmente a principios de agosto como un correo electrónico con el título “Murió Fidel Castro”, a continuación difundía una foto de Fidel en un ataúd.
No es la primera vez ni la última que matan al polémico líder cubano. Fidel Castro Ruz cumplió, el pasado 13 de agosto, los ochenta y cinco años de edad de puro milagro.
Por lo menos ocho de los cientos de atentados en su contra  han tenido probabilidades reales de quitarle la vida en los últimos cincuenta y dos años.
El ex presidente Fidel Castro Ruz ha vivido entre la vida y la muerte no sólo por los más de cien atentados planificados, según documentos desclasificados en Estados Unidos e investigaciones de especialistas de la contrainteligencia cubana, sino por la complicada enfermedad intestinal (diverticulitis) que lo obligó a dejar el poder presidencial, pasar varias veces por el quirófano y perder casi 20 kilos.
Probablemente el hombre nacido en Birán, ahora provincia de Holguín, el 13 de agosto de 1926 y que ha desafiado a más de 11 presidentes de los Estados Unidos – desde Dwight David Eisenhower hasta Barack Obama- morirá en la cama.
En uno de sus artículos publicados en el portal oficialista CubaDebate, en julio de 2008, Castro Ruz reconoció que un grupo de cubanos americanos encabezados por Luis Posada Carriles intentó asesinarlo justo cuando paseaba por las coloniales calles de la ciudad colombiana de Cartagena de Indias con el escritor Gabriel García Marqués y su esposa Mercedes Barcha. 
El convaleciente ex presidente cubano recuerda en su escrito que titulo “El descanso” que los anfitriones de la IV Cumbre Iberoamericana habían organizado un paseo en coche por el recinto amurallado de Cartagena.
La seguridad a cargo de su protección le sugirió no hacerlo porque existían datos de un posible atentado.
“Llamé al Gabo, que estaba cerca, y le dije bromeando:  ´¡Monta con nosotros en este coche para que no nos disparen!´  Así lo hizo.  A Mercedes, que quedó en el punto de partida, le añadí en el mismo tono:  ´Vas a ser la viuda más joven.´ ¡No lo olvida!  
Meses después las autoridades de Colombia confirmaron lo que su seguridad le había advertido: en Cartagena habían personas en el recinto amurallado con fusiles telescópicos y armas automáticas listos para emboscar al presidente cubano”.
Castro asegura que al igual que en Santiago de Chile, los hombres que habrían de jalar el gatillo “temblaron” con el pretexto de que la  “cabeza del Gabo” se interponía obstruyendo la visión.
Manuel Hevia, del Centro de Investigaciones Históricas de la Seguridad del  Estado, y el general retirado Fabián Escalante, ex jefe del contraespionaje cubano, aseguran que de acuerdo al recuento oficial los atentados preparados y que tenían probabilidades para su ejecución, con armas y hombres dispuestos, fueron 167.
Ocho estuvieron a punto de quitarle la vida al polémico líder cubano.

                         Jugar a matarlo

                                  

Una persona armada entra a una habitación en donde se encuentra el ex presidente Fidel Castro Ruz vestido con su tradicional traje verde olivo.
Una bala dorada le impacta en el entrecejo y logra su objetivo: asesinar al máximo líder de la Revolución cubana, considerado enemigo histórico del gobierno de los Estados Unidos.
La escena del asesinato del aún primer secretario del Partido Comunista de Cuba forma parte de un videojuego virtual con alta tecnología conocido como Call of Duty: Black Ops que fue lanzado, a principios de noviembre, por la empresa Activision.
El videojuego desató la ira dentro de las estructuras de poder en la isla caribeña.
“Lo que no logró el gobierno de los Estados Unidos en más de 50 años -en referencia a los planes de la CIA para eliminar al líder cubano- ahora pretende alcanzarlo por vía virtual”, señala un texto publicado el 9 de noviembre por el portal oficial Cubadebate, considerado el diario digital producido por un grupo de periodistas e intelectuales cercanos a Fidel Castro y en donde habitualmente publica sus artículos conocidos como “Las reflexiones' del compañero Fidel”.
El videojuego no es conocido por el ciudadano común de la isla, aunque fue comentado en diversos portales del país. Se desarrolla en la época de la Guerra Fría.
Los rusos (soviéticos en los años sesenta) son los enemigos y la primera misión es asesinar a su principal aliado: Fidel Castro Ruz.
La reacción del gobierno cubano no se hizo esperar. El portal oficial Cubadebate criticó ácidamente a la empresa Activision, una compañía de videojuegos con sede en California.
“La lógica de este nuevo videojuego es doblemente perversa: por un lado, glorifica los atentados que de manera ilegal planificó el gobierno de los Estados Unidos contra el líder cubano -Fidel ha sobrevivido a más de 600-, y por el otro, estimula actitudes sociópatas de los niños y adolescentes norteamericanos, principales consumidores de estos juegos virtuales.
“Los niveles de violencia que impregnan este tipo de productos ya han producido la alarma en Estados Unidos. En 2006 uno de los juegos más agresivos, el ´GTA San Andreas´, fue denunciado en los tribunales de Alabama de haber provocado que un adolescente asesinara a tres hombres, dos de ellos policías”.CVV
                                                                                                                         

lunes, 26 de septiembre de 2011

Ocho meses sin Tatic Samuel Ruiz García

Hace ocho meses falleció el obispo emérito de San Cristóbal de las Casas Samuel Ruiz García. Hombre polémico, religioso convencido y defensor a ultranza de los derechos de los indígenas chiapanecos. Su historia es la historia contemporánea de Chiapas, México y América Latina. Sin duda el último profeta de la opción preferencial por los pobres de la Iglesia católica. http://correlavozvos.blogspot.com/
                                        Foto:Carlos Martínez Suárez
                   


Juan Balboa

San Cristóbal de Las Casas , Chiapas.- Nuca se imagino el obispo Samuel Ruiz García que su travesía por Jerusalén, en los años cincuenta, lo volvería a realizar en el año dos mil para despedirse en Tierra Santa como obispo titular de la diócesis de San Cristóbal de Las Casas, una de las más importantes en América Latina.

Tampoco el sacerdote Patricio Arroyo, uno de los religiosos más cercanos a la familia Ruiz García, en León, Guanajuato, pensó que con sus gestiones, primero, para conseguirle una beca en el Seminario de León, y después, en una escuela de Roma, estaba gestando a uno de los obispos más polémicos de México en el presente siglo y sembrador de la semillas de la Teología de la Liberación en Latinoamérica.

A Samuel Ruiz García la suerte lo acompaña desde siempre: su madre embarazada no quiso que su hijo Samuel naciera en la ciudad estadounidense de Colton, California, lugar en donde junto con su esposo Maclovio trabajaban como indocumentados en el corte de la fruta.

“No quiero que mi hijo nazca en estas tierras de sufrimiento”, recordaba, en 1999, María de la Luz Ruiz García, hermana del obispo Samuel Ruiz García, quien murió el 24 de enero de 2011 en la Ciudad de México.

Maclovio Ruiz Mejía, según la hermana de don Samuel –también fallecida y sus cenizas colocadas el miércoles pasado al lado del féretro del obispo emérito de San Cristóbal de las Casas- , había vivido de carne propia el sufrimiento de los mexicanos indocumentados en Estados Unidos, razón por lo cual rechazaba a los vecinos del norte.

En los años treinta, estuvo en primera fila en las luchas campesinas sinarquista de Irapuato. María de la Luz,  la hermana que siempre estuvo al lado del obispo Samuel, evoca a su padre como un hombre que rechazaba a los norteamericanos y por eso estaba al lado de los campesinos.

“Era muy justo, él diseño y construyó tabique por tabique la casa en donde vivíamos. A Samuel lo respecto siempre.

“Cuando era joven todos los de su edad lo respetaron y le daban el paso en la banqueta. Para mi padre y Samuel primero estaba Dios antes que otra cosa.

“Mis padres eran como consejeros del barrio. Mi madre (Guadalupe García Esteban) preparaba a los niños para la primera comunión; casaba a los que no lo estaban; a los casados con problemas en su matrimonio los reconciliaba; aconsejaba a los alcohólicos y atendía a los enfermos que no tenían para curar sus enfermedades.

“Todos los problemas del barrio repercutían en la casa”, rememoraba en una entrevista con el reportero realizada en la casa diocesana de San Cristóbal de las Casas en el año 1999, a unos meses de que Samuel Ruiz García dejara de ser el obispo titular de la diócesis de San Cristóbal que presidió durante 40 años.

María de la Luz aseguraba que sus padres se fueron a vivir a San Cristóbal de las Casas, en donde también se encuentran enterrados, con el hijo obispo.

Resalta en la entrevista el “gran respeto” de sus progenitores al hijo y al obispo, y no se le borra de la mente cuando su padre Maclovio decía: “Aún con ese respeto, sé que las nalgas no las tiene consagradas, y si que puedo reprenderlo”.

En la entrevista, la hermana María de la Luz no podría dejar de comparar las bondades de su padre Maclovio con los de su hermano Samuel: “Nunca reclama Samuel, si la comida está mal nada hace”.

Después de cada comida, recordaba, agradece a los indígenas en cada dialecto. Si hay, agregaba, en una mesa extranjeros e indígenas traducía para todos (del tzotzil al inglés; del alemán al tseltal), y remata: “Samuel es como mi padre, justo y bondadoso”.
La relación entre el obispo Samuel Ruiz y su hermana Lucha, como se le conocía en la intimidad de su familia, era fuerte, eterna, grande.

Cuando el obispo Samuel Ruiz García recordaba públicamente la agresión en contra de su hermana, en 1998, siempre expresó una sensación de rabia por el atentado en contra de la vida de la persona con la que compartía y era ajena a los problemas políticos.
En una entrevista realizada en momentos del Diálogo de San Andrés, monseñor Ruiz García se refería con dolor a las agresiones a la diócesis de San Cristóbal y, desde luego, al atentado que sufrió su hermana Lucha, el cual, aseguraba, fue planeado y se pagó por ejecutarlo.

En varias ocasiones el obispo de San Cristóbal de las Casas fue agredido e intentaron asesinarlo. El 5 de noviembre de 1997 (un mes
y medio antes de la masacre de Acteal) fue emboscado, junto al obispo coadjutor Raúl Vera, en el municipio de Tila, al norte del estado, por el grupos paramilitares de Paz y Justicia.

La agresión se realizó con armas de fuego y ocurrió a las 18:40 horas, cuando acompañados de 60 personas regresaban de Guadalupe Jonapá, en el momento que transitaban por la comunidad El Crucero, controlado por Paz y Justicia.

En el interior se encontraban el párroco de Tila, Heriberto Cruz Vera (quien fue el animador el miércoles pasado de la misa masiva frente a Catedral por las honras fúnebres del prelado), dos religiosas, varios catequistas de la parroquia y el médico del dispensario.

“Nos recibieron con ráfagas de disparos que provenían del monte a una distancia de unos cien metros de los vehículos en que nos transportábamos'', recuerda en una entrevista el párroco de la Iglesia del Cristo Negro de Tila, Heriberto Cruz Vera.

Días después de la emboscada le pregunte al obispo:

-¿En qué momento sintió usted miedo o temor a una agresión física, existe un sector en especial en quererlo eliminarlo o causarle daño?

-No entiendo la razón de ser de la pregunta ¿Si Cristo como hombre tuvo miedo en Gethzemani, ante su próxima pasión, le resta algo a ella?

“Si hay amenazas, si agredieron de muerte a mi hermana en mi propio domicilio (don dinero ofrecido de por medio y una libertad de rápida para el agresor); si con apoyo de ciertos niveles de autoridad se amenazó con quemar la Catedral y fue agredida la casa episcopal, habiendo sido documentado el caso con numerosas fotografías de quienes lo hicieron. ¿Cabe la pregunta de si hay un sector especial que quiera causar daño?

“Si los agentes de pastoral expulsados con lujo de violencia sigue siendo un hecho vergonzoso, y si permanecen inexplicablemente cerrados varios templos de la diócesis. ¿Cabe aún la pregunta?”

El obispo de San Cristóbal de Las Casas rechazaba que la situación que se dio en 1993 cuando se pidió su traslado, haya tenido causas intraeclesiásticas, pues aseguraba que desde esferas oficiales (el gobierno del presidente Carlos Salinas de Gortari) pidió su remoción de la diócesis de San Cristóbal de Las Casas.

  Pastoral bajo la violencia

La diócesis de San Cristóbal de Las Casas que presidió durante 40 años obispo Samuel Ruiz fue el centro de una violencia sistemática soterrada durante cinco años (de 1995 al 2000), lo que provocó el cierre, destrucción o profanación de templos.

Las iglesias católicas ubicados en los municipios de Tila y Sabanilla, en la región de la zona norte del estado, fueron las más afectados por la violencia que en contra la Iglesia desato el gobierno del estado y federal a través del grupo paramilitar priista “Paz y Justicia”.

En Tila, la organización del Partido Revolucionario Institucional (PRI) profano los templos de las comunidades de Corosil, reconstruido después por la propia comunidad; Huanal, también reconstruida por los pobladores; Jolniextié, y Libertad Jolniextié. Seis más fueron cerrados aún con la oposición de los católicos: Miguel Alemán, El Limar, Panwits, Crucero, Masoj Grande y Pastatal.

El atrio de la iglesia de El Limar, poblado considerado el principal centro de operaciones de Paz y Justicia en el municipio de Tila, fue ocupado durante meses por el Ejército mexicano y la Policía de Seguridad Pública del Estado.

En el municipio de Sabanilla, las comunidades choles de Bebedero, Moyos, Jesús Carranza, 20 de Noviembre, Pasija de Morelos, Xuxupa y Paraíso, también fueron cerrados a fines de los años noventa.

Los municipios de Huixtán y Chenalhó siguieron en la lista con el mayor número de parroquias afectadas por la violencia. En el primero, destaca la iglesia de la comunidad de San Fernando, que fue cerrada para todos los católicos y se prohibió asistir a la eucaristía bajo la amenaza de cárcel.

En la comunidad de Yabteclum, en el municipio de Chenalhó, fue cercado con alambre la casa de los catequistas. Pero aún más grave es la prohibición de las autoridades y agentes municipales priistas del municipio de Chenalhó, para que el sacerdote sustituto del cura francés Michel Henri Jean Chante -expulsado en el 1998, después de 32 años de ser el sacerdote en el municipio de Chenalhó- tomará posesión.

El 4 de abril de 1998, el Consejo Municipal rechazó la llegada del sacerdote Pedro Arriaga y acordaron contratar a un párroco opositor al obispo Samuel Ruiz García, para que éste oficiara misa en las celebraciones católicas de Semana Santa.


Tumbalá, Chanal, San Andrés Larráinzar y Ocosingo, son los otros municipios en donde los templos permanecieron cerrados, destruidos o profanados.
Fin.


Campaña coleta contra Tatic


En las calles de San Cristóbal de las Casas y Tuxtla Gutiérrez empezaron aparecer volantes con la imagen de Samuel Ruiz García y el siguiente pie de foto: “Comandante Samuel Ruiz”

La hoja, repartida en los últimos dos meses de 1994 y enero de 1995, estaba dividida en cuatro recuadros con seis subtítulos: Crímenes, doctrina, disfraces, compinches, recompensa y peligroso.

Acusaban al obispo de San Cristóbal de ser el encargado político de las relaciones internacionales de la organización guerrillera peruana Sendero Luminoso y del recién aparecido Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN), y promotor de la violencia “usando a los indígenas como carne de cañón” y de ser “compinche del subcomandante Marcos”.

Este fue el preludio de la primera agresión que sufrió el obispo, en febrero de 1995, de parte de los auténticos coletos, así se les conoce a los nacidos en la colonial San Cristóbal de las Casas, Chiapas.

En noviembre de 1996, en el camino al Aguascalientes zapatista de Oventic, municipio de San Andrés aparecieron pintas de un grupo paramilitar autonombrado Máscara Roja, “Somos mascará roja, si nos quieres conocer nos venos en el infierno”.

Con letras rojas las pintas se referían al obispo Ruiz García y se presentaban como un nuevo grupo que presuntamente tenía presencia en los municipios de los Altos de Chiapas. “Ya no estamos engañados, estamos para salir”, se leía en algunas de ellas.

Casi un año después, 45 católicos –niños, mujeres, ancianos y hombres que rezaban en el momento de la agresión- miembros de la organización civil Las Abejas fueron masacrados en la comunidad de Acteal, municipio de Chenalhó.

Pero las campañas en contra de la diócesis continuaron, principalmente en la zona norte de Chiapas.

A fines de octubre de 1997, exactamente una semana antes de la llegada a la región de monseñor Ruiz García, el grupo paramilitar priista “Paz y Justicia” realizó una campaña en más de 50 comunidades para evitar el recorrido pastoral de los obispos Samuel Ruiz García y Raúl Vera.

En un volante sin firma titulado “Doctrina diabólica” en el que aparecían la caricatura de un periódico local, Samuel Ruiz se encuentra apuntando con un rifle en forma de cruz y se lee: “Armaos los unos a los otros”.

El panfleto llama a los “compañeros” indígenas a no dejarse influenciarse por el veneno del “seños Samuel Ruiz”.

 El volante decía textualmente en sus primeros párrafos:

“…La biblia enseña que sólo hay un Dios, puede ser el único mediador entre los pobres”, en ningún momento dice que Samuel Ruiz García –“este mismo personaje esta llenos de avaricia, de orgullo, pecador y placeres”-, ya que por su culpa estamos “en un caos político y religioso”…


Expulsión de sacerdotes


San Cristóbal de Las Casas, Chiapas.-El Instituto Nacional de Migración (INM) mantuvo durante diez años (1990-2000) una campaña permanente de hostigamiento en contra de los sacerdotes extranjeros que colaboraban con el obispo Ruiz García.

Las agresiones contra la diócesis de San Cristóbal de las Casas se iniciaron durante el gobierno de Carlos Salinas de Gortari, a nivel federal, y de Patrocinio González Garrido, en el estado, pero se agudizaron tras la aparición del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) en enero de 1994.

Las religiosas de Santa Brígida, Miriam Hallzol (irlandesa) y María Teresa Mullock (australiana), fueron detenidas ilegalmente y hostigadas por el INM en 1998.

Un mes antes, Michel Henri Jean Chanteau, párroco de Chenalhó, fue detenido y expulsado del país, después de que el gobierno mexicano le negara la regularización de sus documentos migratorios.

Michel Chanteau, quien había cumplido 33 años de ser párroco en Chenalhó, engrosó a la lista de agresiones en contra del gobierno diocesano: encarcelamientos, expulsiones, amenazas de muerte y daños en templos.

El sacerdote francés formaba parte, desde 1994, de una lista negra de la Secretaría de Gobernación, la cual incluía a la mayoría de los curas extranjeros en la diócesis.

A partir del levantamiento armado del EZLN, Chanteau fue uno de los objetivos principales de la violencia que desataron, en el primer semestre de 1997, militantes del Partido Revolucionario Institucional (PRI).

Con Chanteau, sumaron ocho los sacerdotes extranjeros -muchos de ellos con más de diez años de actividad pastoral en las zonas indígenas- que fueron expulsados de México, mientras que 15 curas abandonaron el país por presiones del gobierno mexicano.

El sacerdote belga Marcelo Rostaert, párroco del municipio de Soyatitán, fue el primer religioso detenido por cuerpos policiacos. El  22 de julio de 1990 fue arrestado y acusado de ser autor intelectual de invasiones de tierras en el municipio de Venustiano Carranza, según el expediente penal 578-B/990. El primero de agosto abandonó el país obligado por las autoridades migratorias.

A su vez, Joel Padrón González, párroco de Simojovel, lo detuvieron sin orden de aprehensión el 18 de septiembre de 1991. Sufrió cárcel en el antiguo penal estatal de Cerro Hueco, acusado de los delitos de despojo, daños, robo, amenazas, también de conspiración, portación de armas prohibidas, asociación delictuosa y hasta pandillerismo, según consta en la averiguación previa 3546\991.

Su proceso estuvo plagado de irregularidades, lo cual generó movilizaciones en Chiapas y en la ciudad de México. Sus acusadores nunca demostraron jurídicamente ninguno de los cargos y fue liberado 49 días después.

El 10 de enero de 1995, el padre Miguel de Alba Cruz sufrió un intento de homicidio en la población de Chicomuselo. Asimismo, seminaristas de San Cristóbal de las Casas fueron hostigados y amenazados de muerte 20 días después.

El 10 de febrero del mismo año, Jorge Santiago Santiago, asesor de la Comisión Nacional de Intermediación (Conai), fue detenido por ser presunto enlace con el EZLN. Se le acusó de los delitos de sedición, motín, rebelión, conspiración y terrorismo. Recupera su libertad meses después, al no aportar el órgano acusador elemento alguno de prueba para demostrar que era responsable.

En esos días, el sacerdote Víctor Anguiano, párroco de La Trinitaria, fue agredido al igual que el edificio del archivo diocesano. La curia diocesana sufrió otras agresiones en febrero de 1995. Un mes después, miembros del PRI hostigaron y amenazaron a frailes y monjas dominicos de la parroquia San Jacinto de Polonia, en Ocosingo.

Otros tres sacerdotes extranjeros de la diócesis de San Cristóbal -Rodolfo Izal Elorz (español), Jorge Alberto Barón Guttein (argentino) y Loren Riebe Estrella (estadounidense)- fueron detenidos y expulsados del país, acusados de participar en invasiones de tierras y ``organizar'' a los indígenas.

En marzo de 1996, los sacerdotes jesuitas Jerónimo Alberto Hernández López y Gonzalo Rosas Morales fueron detenidos violentamente por elementos de la Policía Judicial y Seguridad Pública del estado. Los acusaron de haber participado presuntamente en una emboscada donde murieron dos policías y cinco más fueron heridos.

En el segundo semestre del mismo año, el Instituto Nacional de Migración negó el permiso migratorio FM-3 a otros dos sacerdotes extranjeros del municipio de Salto de Agua: Joaquín Mnich, de Alemania, y Eduardo Machado, de India.CVV.

lunes, 19 de septiembre de 2011

Recordando al periodista Manuel Altamira, el terremoto ahogó su brillante carrera en La Jornada

                                              Hace veintiséis año murió el periodista Manuel Altamira
                                              Peláez. El terremoto de 1985 ahogo su brillante carrera
                                              como reportero y cronista en el periódico La Jornada. En
                                              su memoria escribí el siguiente artículo y, además, anexo
                                              algunos textos que publico La Jornada en el momento de
                                              confirmarse su muerte el 22 de septiembre de 1985. Al final
                                              retomó uno de sus trabajos que lo hicieron inmortal.
                                                              

El Capote jornalero
Juan Balboa

Se definía como "reportero de policía", pero sus textos tenían el sello de un narrador nato que combinaba el trabajo acucioso del periodista con las herramientas de la literatura. Dos oficios que Manuel Altamira Peláez logró zurcir durante un año en La Jornada.

Su creatividad era incontenible, innegable. Sólo el sismo del 19 de septiembre de 1985 hizo callar su máquina de escribir y le impidió hacer la crónica del primer año de La Jornada en la calle; una orden de trabajo que la dirección del diario le había encargado de forma especial.

Festejó con los trabajadores del periódico el primer aniversario del rotativo hasta la madrugada del 19 de septiembre. Su sencillez, su trato amable y solidario le facilitaban consolidar amistades. Su profesionalismo, su necedad por lograr un estilo periodístico propio y su amplio bagaje cultural le merecieron el respeto de la comunidad dentro y fuera del diario. Altamira era uno de esos hombres que siempre está rodeado de personas.

La última vez que se le vio el reloj marcaba casi las 6 de la mañana del fatal 19 de septiembre. Se despidió de sus compañeros para dirigirse a su casa, ubicada en Bruselas 8, esquina con Liverpool. Tenía como propósito recorrer la ciudad para narrar cómo se leía La Jornada, a un año de su aparición, en las calles del Distrito Federal. Haría una crónica sobre un diario que en poco tiempo había logrado despertar el interés de los lectores.

El sismo lo sorprendió en el edificio donde vivía; el único que se derrumbó en la manzana. El terremoto activó al equipo de La Jornada en toda la capital mexicana. Todos imaginaban a Altamira reporteando en las zonas más afectadas; lo veían penetrando en edificios donde se escuchaban gritos de auxilio; suponían a Manuel viajando en ambulancias para llegar con rapidez al lugar de los hechos. Nadie pensó que era una de las víctimas, que el inmueble donde residía se había derrumbado y que él no estaba reporteando, sino bajo de decenas de toneladas de cemento.

"Manuel no aparece, estamos buscándolo y esperamos encontrarlo. Hay que tener calma", me dijo Carmen Lira, subdirectora de Información, al confirmarse que el edificio donde habitaba Altamira había sucumbido ante el movimiento telúrico del 19 de septiembre.

Todos los reporteros, sin excepción, hicieron guardia en aquel lugar con la esperanza de encontrar a Manuel. Fueron más de 60 horas de espera, de angustia, hasta que apareció su cuerpo sin vida. El dolor se reflejó en las páginas de La Jornada.

El Capote jornalero

A Manuel Altamira le decían en Monterrey, Nuevo León, La Tambora, por su carácter festivo, alegre, jovial. En La Jornada sus amigos cercanos lo llamaban Capote, por su afición al gran escritor estadunidense nacido en Nueva Or-leáns, Truman Capote. En la redacción, o fuera de ella, Altamira no se cansaba de decir que quería, como Truman Capote en su obra maestra, A sangre fría, hacer un periodismo real y más cercano a la literatura.

Manuel Altamira Peláez nació en el estado de Puebla, pero su vida profesional empezó en Monterrey como reportero policiaco en el diario Más noticias. Cubrió la fuente policiaca con una visión social y política. Fue uno de los periodistas que siguieron con detalle el desarrollo de la Liga 23 de Septiembre en esa ciudad norteña: los operativos violentos contra esa organización, los cateos de casas llamadas de seguridad, los enfrentamientos, secuestros, los amotinamientos en la cárcel de Topo Chico, y la detención y desaparición de Jesús Piedra, el hijo de la incansable luchadora social Rosario Ibarra de Piedra.

Sus trabajos periodísticos provocaban irritación entre funcionarios de los gobiernos estatal y federal. Miguel Nassar Haro, entonces titular de la Dirección Federal de Seguridad, hoy acusado de desaparición forzada de personas por la Fiscalía Especial para Movimientos Sociales y Políticos del Pasado, amenazó de muerte a Manuel Altamira.

Sus reportajes y crónicas enfurecieron al entonces gobernador de Nuevo León, Alfonso Martínez Domínguez, porque decía que todo lo que "oía y veía" lo publicaba. Hay una anécdota que el propio Manuel contaba. Tres desconocidos lo golpearon salvajemente en una cantina de Monterrey, en la época del propio Martínez Domínguez. Le rompieron una pierna.

Martínez Domínguez lo visitó en el hospital como muestra de amistad e intentando deslindarse de cualquier sospecha de ser el autor intelectual de la agresión. Frente a la cama de Altamira, en el nosocomio, el mandatario estatal prometió castigar a los culpables, "caiga quien caiga", y le ofreció ayuda.

La respuesta de Altamira fue impecable: "Lo único que quiero es caminar, señor gobernador, y eso usted no me lo puede dar".

Trabajó en los diarios El Porvenir, Tribuna de Monterrey y Diario de Monterrey, y en la revista Crónica. En la ciudad de México colaboró en el noticiero de Radio UNAM -donde ganó el premio Teponaxtle de Oro-, y como corresponsal durante la primera época unomásuno. También probó suerte en el periódico Nueva Generación, editado en Puebla, al que renunció por la injerencia de la Iglesia católica en la línea editorial.

En agosto de 1984, un mes antes de la salida de La Jornada a la calle, se incorporó al diario, donde en pocos meses logró ser reconocido como uno de los mejores periodistas del gremio. Su producción fue abundante y de gran calidad.

Los reportajes sobre los mariguaneros de Chihuahua; la entrevista con un presunto asesino del periodista Manuel Buendía; la historia criminal del narcotraficante Rafael Caro Quintero; el asesinato de militares en Puebla; la represión de campesinos en Chiapas; los fanáticos de Mexiquito; el espionaje telefónico en Monterrey; los pescadores de San Fernando, y la detención de Alfredo Ríos Galeana quedaron para los anales del periodismo mexicano.

Manuel Altamira Peláez murió a los 38 años de edad, justo cuando había aprendido a convivir entre el periodismo y la literatura. Su última entrega apareció en la contraportada de La Jornada ese 19 de septiembre: "Tepito nunca se va a acabar; el secreto: estamos benditos", rezaba el encabezado.


22 de septiembre de 1985

RAYUELA

Se nos ha ido Manuel Altamira. Su cuerpo quedó sepultado bajo toneladas de cemento a las hora en que los relojes de la desgracia sumaron las 7:19 de la mañana. Sólo que ésta, su muerte, nos toca cerca, dentro. Donde quiera que te encuentres ahora, sabemos que estarás contando historias y sucederes.
Serás nuestro primer enviado especial.
Adiós amigo, compañero de innumerables jornadas.


22 de septiembre de 1985

VICTIMA DEL TERREMOTO

Murió Manuel Altamira, reportero de La Jornada


En su sencillez, un reportero es una personalidad compleja. Algunos suelen pasar con frecuencia de la alegría a la introversión. Un humor que comúnmente depende de la primera plana. Manuel Altamira Peláez era uno de ellos.

   Manuel Altamira, reportero, celebró con nosotros el primer aniversario de La Jornada hasta las 6:30 de la mañana del día 19. Nos despedimos y se fue a su casa (Bruselas 8, esquina con Liverpool).

   Minutos después, empezó el temblor.

  Uno tras otro, los cuatro pisos de su edificio se desplomaron.

   Iba a cumplir 38 años, 14 de periodista. En su tierra adoptiva, Monterrey, le decían La Tambora, por su carácter alegre. Aquí, sus amigos le decían El Capote, por su afición a Truman. Entre los escombros de su vivienda se encontraron las pastas amarillas de Manhattan Transfer. Fue siempre “abajo firmante” de todas las luchas del gremio y se autodefinía “básicamente reportero de policía”.

   Nació en Puebla. Su padre, universitario liberal, fue auditor de Petróleos Mexicanos (Pemex). Su madre, muy religiosa, siempre lo inscribió en escuelas confesionales poblanas. Tenía tres hermanos y tres hermanas. A causa del empleo de su padre, dejaron la ciudad de los ángeles y se mudaron a Mexicali. Ahí fue trabajador y velador de Pemex.

   Después se fueron a Monterrey. Consiguió otro empleo como trabajador de Pemex. En esa época conoció a una joven enfermera, Margarita García. Al poco tiempo se casaron. Tuvieron tres hijos: Claudia Margarita (10 años), Ignacio Manuel (ocho años) y Carlos Vladimir, que va a cumplir dos.
   
 Manuel tenía un espíritu rebelde. A principios de los años 70 consiguió su primer trabajo en el diario Más Noticias, como reportero. Le asignaron la fuente de policía. Cubrió el desarrollo de la Liga 23 de septiembre y la represión; los enfrentamientos y las caídas de las casas de seguridad del movimiento rebelde; la captura de Jesús Piedra, Gustavo Hirales y Ricardo Morales; los amotinamientos de la cárcel Topo Chico. Fue amenazado, por su trabajo, por el entonces director federal de seguridad, Miguel Nassar Haro.

   Más tarde trabajó en el diario El Porvenir algunos meses. En 1975 entró a Tribuna de Monterrey cuando fue nombrado director Fernando Cantú. El periódico alcanzó su mejor etapa en esos años. Cuando Mario Moya Palencia llegó a la dirección de la Organización Editorial Mexicana, la cadena propietaria de ese periódico, los periodistas de Tribuna de Monterrey renunciaron y fundaron una revista independiente, Crónica. Cuatro meses les duró el gusto.

   Entonces, Manuel se fue al Diario de Monterrey. Ya era entonces gobernador Alfonso Martínez Domínguez. Siguió en la fuente de policía, escarbando crímenes y corrupción, entrando a los separos y desentrañando misterios. Empezó a desarrollar el reportaje y la crónica. En las conferencias de prensa irritaba profundamente al procurador, al jefe de la policía y al propio gobernador. Todo lo quería averiguar y todo lo que oía y veía lo publicaba.

   Un día ocurrió un “incidente menor” en Fundidora Monterrey. Altamira dudó de la versión oficial y, disfrazado de obrero, entró en el primer turno. Se había volcado un recipiente de arrabio al rojo vivo y muchos trabajadores habían muerto. A muchas autoridades les disgustó la audacia del reportero.

   Una noche, en septiembre de 1978, en una cantina, fue brutalmente golpeado por tres sujetos. A patadas le rompieron una pierna: tres fracturas en tibia y fémur.

   Fue trasladado al hospital Muguerza. Ahí lo visitó Martínez Domínguez. Le dio un discurso sobre la libertad de información, prometió aclarar la agresión, “caiga quien caiga”, y le ofreció ayuda en lo que necesitara:

   --Yo lo único que necesito es caminar, señor gobernador, y eso usted no me lo puede dar.
  
   Indignado, Martínez Domínguez se retiró. Nadie fue castigado, naturalmente.
  
    Durante la golpiza, los agresores le advirtieron: “A la siguiente, te mueres”, Altamira reconoció la voz de Leopoldo del Real, conocido porro universitario, ligado con la Policía Judicial Federal y abogado de causas turbias.

   Dos columnas, Red Privada y Plaza Pública, denunciaron el caso. Altamira siempre creyó que el político regiomontano Ricardo Canavati, director de Fomento Metropolitano de Monterrey y posteriormente presidente municipal de Nicolás de Guadalupe, fue el responsable. Un año tardó en volver a caminar.

   En septiembre de 1979 otro periodista, Rogelio Gómez, de El Porvenir, fue golpeado. Altamira elaboró un texto documentando todos los casos de represión a la prensa en Monterrey. En México, Manuel Buendía reprodujo en su columna el documento. Por este motivo, el director del Diario, Jorge Villegas, despidió a Altamira.

   En marzo de 1981 probó fortuna por primera vez en la ciudad de México. Vivía en la colonia General Anaya. Por las mañanas trabajaba en el noticiero de Radio UNAM y por las tardes era redactor en la sección de corresponsales de provincia del unomásuno. Leía incansablemente. Sobre todo literatura policiaca. Ese año, el equipo de noticiarios de Radio UNAM ganó el premio Teponaxtle de Oro, por el mejor programa radiofónico de noticias.

    Al poco tiempo, todo el equipo renunció por la censura que lograron imponer las autoridades a su trabajo.

   Regresó a Puebla a trabajar en el periódico Nueva Era. Renunció tiempo después, inconforme por la injerencia de la Iglesia poblana en la línea editorial del periódico.
   En la capital neolonesa, la Fundidora Monterrey fue nacionalizada. En la oficina de prensa se formó un grupo de periodistas críticos. Ahí estaba Altamira.

   En agosto de 1984 decidió incorporarse a un nuevo proyecto periodístico. Regresó a México y el primero de septiembre empezó a trabajar como reportero de asuntos especiales para La Jornada.

   Entre sus trabajos más destacados se recuerdan los siguientes reportajes y crónicas: el seguimiento del caso del asesinato de Manuel Buendía; los mariguaneros de Chihuahua y Sinaloa y la historia de Rafael Caro Quintero; numerosas investigaciones sobre el narcotráfico; los pescadores de San Fernando; el asesinato de militares en Puebla por agentes federales de caminos; el caso de los fanáticos de La Mexicana, Oaxaca; la represión campesina en Chiapas; el espionaje telefónico en Monterrey; la oposición en Tlaxcala.

   Ayer por la tarde, a las 15:30 horas, los socorristas localizaron, bajo dos pisos, las ruinas de la habitación de Manuel.

   Rubén Darío Murillo, quien compartía con él el departamento, fue de las tres personas que lograron salir con vida, por sus propios medios, tras el derrumbe. Con grúas, mazos, cubetas, palas y manos fueron levantados los pedazos de cemento, varilla, ladrillos y madera. Más tarde apareció su piyama roja. Sesenta horas después de la tragedia fue rescatado el cuerpo inerte del periodista Manuel Altamira.

   Empezaba a llover.


22 de septiembre de 1985

PLAZA DOMINICAL
Miguel Angel Granados Chapa

(…) Avergüenza reconocerlo, pero la tragedia cobra su exacta dimensión sólo cuando nos hiere muy de cerca, cuando penetra en nuestra casa misma. Así nos ha sucedido en La Jornada. Aquí perdimos, el jueves 19, a Manuel Altamira, gran reportero, queridísimo compañero nuestro. Su cadáver fue hallado apenas al anochecer el sábado, ayer.
   Altamira vivía los mejores tiempos de su breve existencia, iniciada hace 37 años. Los últimos 15 los había hecho transcurrir en el periodismo, sobre todo en Monterrey. Allí lo vi por primera vez en 1977. Formaba parte del equipo dirigido por Fernando Cantú, que por esos días dejaba la dirección de Tribuna, el diario regiomontano de la Organización Editorial Mexicana.

  Altamira como otros de sus compañeros, resolvió seguirlo.

  Porque para Altamira, el diarismo no era un simple modo de ganarse la vida y, desde luego, no era ocasión de lucro. Manuel entendía el periodismo como una misión intermediaria entre los hechos y los lectores, y vivía para ejercerlo, aunque no siempre fuera gratificante para él vivir de ejercerlo.
 
  Transitó por varios periódicos en Monterrey y era reportero de uno de ellos, El Diario, cuando fue víctima de una brutal agresión resultado de sus indagaciones periodísticas.

   Un litigante apellidado Del Real, a quien las infomaciones del periodista causaban agravio, porque exhibían sus inescrupulosidades, pagó para que lo golpearan y vejaran.

   El episodio significó para Altamira cerca de un año de incapacidad, pues le rompieron ambas piernas en un ataque sañudo que no fue nunca castigado, tal vez porque el delincuente que lo ordenó gozaba de las simpatías, confianzas y complicidades del gobernador Alfonso Martínez Domínguez, quien no obstante haber visitado al reportero en el hospital no cumplió su palabra de castigar a los culpables del vergonzoso acontecimiento.
  
   En su última etapa profesional, Altamira ingresó a La Jornada, en las vísperas de su aparición.

   Su firma aparece por ellos (junto con la de Lourdes Galaz) en el primer número de nuestro diario. La búsqueda profesional de Altamira estaba por llegar a una culminación. Había afirmado su estilo de narrar sucesos y al hallar aquí el clima humano y profesional que tanto había esperado, desplegó sus potencialidades.

   Uno tras otro, grandes reportajes fueron saliendo de sus manos: desde los mariguaneros de Chihuahua vueltos a su poblado guerrerense, hasta la decena de textos sobre el presunto asesino de don Manuel Buendía (a quien Altamira profesó devoción, por haberse ocupado del atentado de 1979). Así se trazó el arco del desarrollo que resultaría postero en Altamira.
  
   Tímido en el trato personal (lo que a veces se revelaba en rapidez excesiva en el hablar, interrumpido por frecuentes mano). Altamira ganó muy rápidamente el afecto y el respeto de sus compañeros. Fue precandidato a la secretaría general del sindicato, y finalmente participó como aspirante a la secretaría de organización.
  
  Habíamos celebrado, él, todos aquí, la aparición del primer número de nuestro diario, ocurrida un año antes. Ya no pudo leer el número de aniversario. Su familia seguía viviendo en Monterrey, donde Manuel la visitaba con frecuencia (había corrido, presuroso, cuando hace unos meses su hija pequeña sufrió un accidente), y él se alojaba aquí en el departamento que la familia Murillo habitaba en el edificio de Bruselas y Liverpool.

   Casi todos los residentes en ese lugar perecieron, pero algunos pocos fueron rescatados con vida, lo que alentó en esta casa la esperanza de que Manuel corriera la misma venturosa suerte. No fue así.
  
   No es ilegítimo ocupar espacio de un diario público para narrar nuestra pena privada. Lo hacemos persuadidos de que la pesadumbre que nos deja la muerte de Altamira es semejante a la que aqueja a miles de mexicanos, y al hablar de la nuestra aquí hablamos de la de todos.

                Asesinato de militares en Puebla

Miembros de la Policía Federal de Caminos (PFC) asesinaron a cuatro oficiales de la XXV Zona Militar, el 19 de enero pasado cerca de Atlixco, Puebla. Primero fueron golpeados y uno de ellos fue baleado en dos ocasiones. Después se les inyectó cloruro de potasio para provocarles un paro cardiaco, y se incendió y desbarrancó su vehículo para aparentar un accidente, en las cumbres de Acultzingo. El caso provocó la remoción de todo el personal de la PFC adscrito en Puebla y el comandante, presuntamente involucrado, huyó. Esta es la primera parte de la reconstrucción del caso.


Manuel Altamira.

Pulcramente uniformados, serios, disciplinados y orgullosos de la carrera que eligieron, cuatro oficiales recién egresados del Colegio Militar se presentaron ante el comandante del décimo segundo Regimiento de Caballería, general Jesús Gutiérrez Rebollo, a recibir instrucciones de la que sería su última misión oficial.
   --Quiere el general (Jorge Alberto Grajales Velasco, comandante de la XXV Zona Militar) que vayan a San Lucas Colocan, en Izúcar de Matamoros, a investigar la toma de la Agencia Municipal.
   Gutiérrez Rebollo –según el voluminoso expediente radicado en el Juzgado Primero de Distrito de esta capital-- hizo varias recomendaciones a sus subordinados.
   --Actúen con prudencia, con tacto. Que nadie se entere que son militares…
   Era la mañana del 18 de enero de este año. El teniente Gerardo Enrique Sánchez Rosas y los subtenientes Roberto Sánchez Poo, Sergio Erives Apodaca y Angel Castillo López se cuadraron ante su superior y abandonaron la oficina dispuestos a cumplir la orden.
   Sánchez Rosas abordó su auto Valiant modelo 1978, placas CUX 128 del Distrito Federal, y dijo a sus compañeros:
   --Nos vemos aquí a las 12.
   Y alzó la voz, que se ahogaba por el ruido del motor encendido del auto.
   --Recuerden, todos de civil.
   El teniente, según la declaración de su esposa, Verónica Rosales, arribó temprano a su casa, se quitó el uniforme militar, vistió ropas deportivas, comió rápido y frugalmente y se despidió.
   --¿A qué horas vas a venir? --preguntó la mujer morena, delgada, joven.
   El oficial se encogió de hombros.
   --No sé, pero despreocúpate y duérmete temprano.
   Abordó nuevamente el auto y se dirigió a la XXV Zona Militar, de la ciudad de Puebla, donde ya lo aguardaban sus compañeros, vestidos de civil.
   A la misma hora, en su oficina de la PFC, el capitán Jorge Pellegrini Poucel tomó el teléfono y se comunicó –según su versión--, con el subteniente Marcos Moreno Cabrera, hijo del director de la Policía estatal.
   --Quiero que me ayudes en el retén de la campaña antialcohólica que instalaremos hoy, como todos los viernes, cerca de Atlixco.
   De pie a su derecha, siempre fiel, dispuesto a cumplir cualquier orden, está El Torcho, su madrina. Ha sido ayudante desde que Pellegrini estuvo en Matamoros, primero, y luego en Veracruz y ahora en Puebla.
   El Torcho se llama Jorge. Durante el proceso nadie ha precisado sus apellidos. Es originario de Guerrero y presuntamente ha participado en varios homicidios.
   Afina la atención cuando el capitán de la PFC le habla.
   --Vete a ver al doctor Shields (Arturo) y dile que lo espero en la Jefatura a las nueve de la noche para seguir con la campaña antialcohólica.
   Pellegrini y el médico se habían conocido un mes atrás, cuando éste acudió a la PFC a solicitarle la cancelación de una infracción para un familiar.
   Tras la presentación, según los testimonios recogidos por La Jornada, el capitán le formuló directamente la invitación.
      --¿Te gustaría ayudarnos en la campaña antialcohólica?
   Y para hacer más convincente el ofrecimiento, agregó:
   --Hay buena lana.
   El subteniente Moreno Carrera y el sargento de la PFC Luis Jacobo GonzálezRuiz, destacados en Izúcar de Matamoros, se encontraron con los policías estatales Fernando Ceregido Moreno y José Luis Robles Valencia, a quienes a su vez invitaron al retén donde detectarían conductores ebrios.
   Ceregido, con un mes apenas como policía, respondió que no podía comprometerse en esos momentos. Necesitaban autorización de sus superiores.
   Más tarde, los policías se entrevistaron con su jefe, Moreno Juárez, quien les concedió el permiso.
  --Está bien, vayan, pero no se metan en problemas.
   El teniente y los subtenientes llegaron a la zona de tolerancia de Atlixco a las 23 horas del mismo 18 de enero. En este municipio está el XXVI Regimiento de Caballería y la zona de prostitución es vigilada permanentemente por un rondín de soldados.
   Según encargados y meseros, los militares bebieron licor abundantemente y se hicieron acompañar de algunas mujeres que no regresaron al prostíbulo desde que se conoció aquí la noticia.
   Sánchez Rosas agotó el contenido de una botella de brandy y dijo a sus compañeros:
   --Vámonos.
   No hay constancia alguna de que hayan estado en San Lucas Colucan para investigar la toma de la Agencia Municipal. Se ignora qué hicieron desde que salieron de la XXV Zona Militar hasta que llegaron, 11 horas después, a Atlixco.
   La larga fila de vehículos avanzaba muy lentamente a las 4:30 de la madrugada del sábado 19 de enero. Los conductores aguardaban la revisión del retén montado por la PFC.
   El auto Valiant con placas del Distrito Federal se detuvo ante la señal imperiosa de El Torcho, quien abordó al conductor.
   --¿Cómo andan? --preguntó.
   Los ocupantes del auto guardaron silencio, según los testimonios y múltiples declaraciones rendidas por los actores del sangriento hecho.
   El Torcho le dijo al teniente Sánchez Rosas:
   --Bájate.
   --El militar se llevó la mano a la bolsa para sacar su credencial o la pistola cuando El Torcho le disparó dos balazos a quemarropa, uno en el tórax y otro en sedal en el hombro izquierdo.
   Al estruendo de las balas acudieron Pellegrini y Marcos Moreno, quienes con el auxilio de la madrina golpearon con pies y manos a los militares hasta dejarlos malheridos.
   Los testigos aseguran que Marcos Moreno Cabrera estrelló repetidamente el rostro del subteniente Poo en el pavimento. Pellegrini lanzaba puntapiés en todas direcciones y El Torcho se ensañaba con los dos oficiales.
   --Ya no me peguen, por favor –gimió Roberto Sánchez Poo.
   Después fueron esposados y tirados en la puerta principal de la empresa Pandal Motors, a ocho kilómetros de Atlixco.
   El teniente, con dos balazos en el cuerpo, uno de suma gravedad, alcanzó a decir:
   --Somos del duodécimo Regimiento de Caballería.
   Pellegrini palideció.
  Y desde el interior de un auto alguien, sigilosamente, tomaba fotografías. (Publicado el 6 de marzo de 1985)

                     El principal acusado se dice “brillante”

El doctor Arturo Shields limpia los rostros sanguinolentos, tumefatos, de los cuatro elementos del Ejército. Se seca las manos en la bata blanquísima y ausculta con el estetoscopio al teniente Gerardo Enrique Sánchez Rosas.
   En medio minuto tiene el diagnóstico certero.
   --Está grave; hay que llevarlo a un hospital.
   El capitán de la Policía Federal de Caminos (PFC), Jorge Pellegrini Poucel, prende un cigarrillo y se recarga en su patrulla, la 1052. Parece distraído, ensimismado en sus pensamientos.
   El Torcho y Marcos Moreno Carrera apresuran el tránsito de vehículos, sin preocuparse ya del posible estado de ebriedad de los conductores.
   El policía Federal de Caminos Luis Jacobo González Ruiz, y los patrulleros poblanos Fernando Ceregido Moreno y José Luis Robles Martínez permanecen a la expectativa, retirados unos 60 metros de los militares que continúan tendidos en el pavimento, esposados.
   Pellegrini reacciona 10 minutos después. Abre la portezuela del vehículo oficial y grita a sus subordinados:
   --Vámonos; levanten el retén.
   Los militares, aún sangrantes, son subidos en el auto Valiant y El Torcho se coloca al volante; a su derecha Luis Jacobo González Ruiz. Y en las tres patrullas se distribuyen el médico, Pellegrini, Ceregido Moreno, Robles Valencia y Moreno Carrera.
   En una marcha silenciosa de casi 30 minutos, casi fúnebre, llegaron al corralón de la PFC.
   Pellegrini llama aparte a El Torcho y le da instrucciones. Después penetra a la oficina a hablar por teléfono. Los testimonios coinciden en señalar que actúa extrañamente, nervioso. Tiene los ojos color miel inyectados, vidriosos.
   --No podemos exponernos a un proceso –grita al salir de la oficina. --Si es necesario quemarlos, los quemamos.
   El Torcho cumple las órdenes. Desarma a los cómplices y los amenaza.
   --Ahora nos mordemos un huevo; todos estamos metidos en esto. Al que se raje lo mato y sigo con su familia.
   Quince minutos después llega el comandante de la PFC, Trinidad Rodríguez Ballesteros, en una camioneta Ecoline, que le entrega a Pellegrini y se retira inmediatamente en una patrulla.
  Pellegrini parece dispuesto a llevar su plan hasta las últimas consecuencias. En 1975, recién egresado de la PFC, fue procesado por abuso de autoridad y absuelto por la Suprema Corte de Justicia de la Nación. Sabe que otro proceso acabará con su carrera, que él, entrevistado en la penitenciaria local, califica de “brillante”.
   --Hay que matarlos –insiste.
   Todos lo observan detenidamente, pero nadie protesta. El Torcho se pasea frente a ellos, ahora con una metralleta Uzzi que aprieta con fuerza bajo el brazo, sin quitar el dedo del gatillo.
   --Si no regresan a la Zona Militar van a pensar que son desertores y no se preocuparán por buscarlos.
   Pellegrini se dirige al médico.
   --Vamos a inyectarles aire.
   Según consta en las diligencias, el doctor mueve la cabeza. Dice que la inyección pondría rígidos los cadáveres y sería más fácil determinar que se trató de un crimen premeditado.
   --Sería mejor –propone-- suministrarles cloruro de potasio, pues les provocaría un paro cardiaco.
   El capitán de la PFC asiente. Simpatiza con la propuesta del médico y ordena a los dos policías estatales y al sargento de la Federal de Caminos Luis Jacobo González Ruiz, que regresen a instalar el retén antialcohólico.
   --Hay quehacer bien las cosas –afirma-. Que nadie sospeche.
   Cuando apenas reanudan las actividades en el retén, El Torcho, por órdenes de Pellegrini, llega velozmente y dice que se reconcentren en el corralón de la PFC.
    Al filo de las seis horas el 19 de enero, los militares son sacados del auto Valiant y acomodados en la parte trasera de la camioneta Ecoline, que ocupan en la cabina Pellegrini, el médico y Marcos Moreno Carrera.
   Y suben el Valiant El Torcho, González Ruiz y los dos patrulleros de la policía poblana.
   --Nos vemos en la gasolinería de Ciudad Mendoza, Veracruz –gritó Pellegrini a El Torcho, al tiempo que pone en marcha el motor de la camioneta Ecoline.
   En sólo 10 minutos, Pellegrini recorre varias calles desérticas hasta llegar a la farmacia Del Carmen, en la 23 poniente y la 16 de Septiembre.
   --Bájate –le ordena al médico.
   Marcos Moreno Carrera se lleva la mano a la bolsa, saca la cartera y le ofrece varios billetes de mil pesos.
   El médico los rechaza:
   --Yo traigo –repuso secamente.
      Regresa con un paquete voluminoso que contenía ocho ampolletas de cloruro de potasio, ocho jeringas desechables y ocho sueros.
   El médico confiesa que entró en una crisis nerviosa. En esos momentos tuvo conciencia plena de la gravedad de la situación.
   Empezó a llorar.
   --Bájame –clama. --Yo no quiero ir.
   La mano derecha de Marcos Moreno se posa en una de sus piernas.
   --No te preocupes –le dijo. --Todo nos va a salir bien.
   Pellegrini crispa los puños en el volante.
   Y la respiración agitada, entrecortada, de los militares, se concentra en el vehículo. (Publicado el 7 de marzo de 1985).


                           El Torcho dirigió la operación


El Torcho tripula el Valiant azul a alta velocidad por la carretera Puebla-Orizaba. Sus acompañantes –un sargento de la Policía Federal de Caminos (PFC) y dos patrulleros locales-- comparten una botella de brandy que compraron en el trayecto.
   El Torcho, madrina del capitán de la PFC Jorge Pellegrini Poucel desde seis años atrás, oprime el acelerador y rompe el silencio que, de acuerdo con los testimonios, reinó durante el viaje.
   --Hay que aparentar que somos militares –y afina los detalles del plan. Habla, gesticula, ríe. Es el único que está armado y nadie osa enfrentársele ni contradecir sus instrucciones.
   --¿De acuerdo?
   Fernando Ceregido Moreno apoya las manos en las rodillas durante la entrevista con La Jornada en la Subdirección de Vigilancia de la Penitenciaria local, Reconstruye con parsimonia la historia.
   El Torcho aminora la velocidad al llegar a la caseta de cobro y grita:
   --Somos militares y los militares no pagamos.
   Después, de acuerdo con el plan trazado, Ceregido arroja una de las credenciales que habían quitado a los militares, pero se atora en la defensa del vehículo. Se contraría, maldice.
  --Me lleva la chingada.
   A las ocho horas del sábado 19 de enero llegan a la gasolinera de Ciudad Mendoza, Veracruz. El Torcho estaciona el auto a un lado de la carretera y espera el arribo de Pellegrini y Marcos Moreno Carrera, que viajan en la camioneta Ecoline.
   Estos últimos, durante el trayecto, se juran fidelidad. Prometen mutuamente guardar el secreto, fundirse en la complicidad. Hasta esos momentos tienen la certeza de que el plan marcha sobre ruedas y que no habrá problemas.
   La camioneta cruza velozmente la gasolinera seguida por el Valiant. En la curva La Jarochita, a poco más de 200 kilómetros de la capital poblana, toman por una brecha polvorienta y se internan unos mil metros, cerca de un profundo barranco.
   Pellegrini se baja de la camioneta, apresurado, nervioso. Camina hasta el Valiant y ordena a sus ocupantes:
   --Vigilen que nadie se acerque.
   Ceregido Moreno, Luis Jacobo González Ruiz y José Luis Robles Valencia –el médico se había quedado en Puebla-- suben a una pequeña loma desde donde observan la carretera solitaria y el paraje exuberante.
   Pellegrini, Marcos Moreno y El Torcho abordan la camioneta donde continúan atados el teniente y los tres subtenientes de la XXV Zona Militar. No hay constancias ni testimonios que expliquen en qué condiciones estaban, qué decían, cómo reaccionaban.
   --El silencio era impresionante –aclara Ceregido, quien continuamente voltea a ver la camioneta, pero no escucha nada.
   Según las diligencias, Pellegrini abre la ampolleta de cloruro de potasio y absorbe el contenido con una jeringa. El Torcho y Marcos Moreno sostienen y oprimen el brazo derecho del teniente Gerardo Enrique Sánchez Rosas, herido horas antes de dos balazos, quien recibe la primera inyección letal.
   Después repiten la operación con el subteniente Roberto Sánchez Poo. Los dos militares mueren casi instantáneamente, aunque se sospecha que Sánchez Rosas llegó sin vida a las cumbres de Acultzingo; requería urgentemente atención médica. Se desangraba por las heridas de bala.
   El capitán de la PFC, siempre auxiliado por su madrina y su subordinado, inyecta la solución a los subtenientes Sergio Erives Apodaca y Angel Castillo López.
   Ceregido insiste:
   --No se oía ruido ni lamentos. Nada. Pellegrini esperó unos minutos. Sudaba y tenía terroso el uniforme. Toma el pulso a sus víctimas, coloca el oído derecho sobre el corazón y comprueba contrariado que continúan vivos.
   Abre otras dos ampolletas del medicamento y vuelve a inyectar a los militares. Pasan 10, 15 minutos –no se precisa bien-- y reniega porque tienen aún palpitaciones.
   Desciende de la camioneta y alcanza a sus cómplices, que estaban retirados unos 50 metros.
   --Dame un cigarro –le dice a González Ruiz.
   Exhala el humo.
   --Estos cabrones no se mueren, no les hizo efecto la inyección; ya les pusimos dos a cada uno y ni madres.
   Regresa a la camioneta, tira el cigarro y le ordena a El Torcho:
   --Dame la correa de la Uzzi.
     Sostiene con ambas manos la correa. Sube a la camioneta y rodea con ella el cuello de uno de los subtenientes y aprieta con fuerza hasta que se convence que ha muerto.
   Ofrece la correa a Marcos Moreno.
   --Sigues tú.
   El hijo del jefe de la policía de Puebla vacila, pero finalmente estrangula al último militar.
   Los cadáveres son pasados al Valiant. Pellegrini abre el cofre, quita una bujía, rocía el vehículo de gasolina y ayudado por sus cómplices lo arrojan al despeñadero.
   El auto dio varias volteretas y se incendió. Siguió una trayectoria de más de 100 metros hasta que se detuvo en una pequeña zanja. Dos cadáveres quedaron en el interior del vehículo y dos fueron carbonizados.
   Pellegrini siguió con la vista el auto incendiado. Nadie hablaba. Apenas una mirada cohibida de complicidad.
   --Vámonos –gritó finalmente. Todos abordaron la camioneta y enfilaron de regreso a Puebla. (Publicado el 8 de marzo de 1985).

                Dos balazos que desecharon la tesis del accidente

El oficial de la Policía Federal de Caminos (PFC) Félix Reyes, con base en Orizaba, Veracruz, contesta con desgano el teléfono la tarde del domingo 19 de enero.
   Una voz anónima le informa que en un barranco de las Cumbres de Acultzingo, por la curva La Jarochita, está incendiado un auto Valiant azul con placas del Distrito Federal.
   --Parece que hay varios muertos --agrega el desconocido antes de colgar el auricular.
   Félix Reyes se dirige a ese sitio, al parecer solo, en una patrulla de la PFC. Desde la carretera Puebla-Orizaba se veía un hilo de humo grisáceo que emergía zigzagueante del fondo del barranco.
   Pidió por radio la grúa y la presencia de socorristas de la Cruz Roja. Desde la orilla del despeñadero eran visibles los cuerpos calcinados, contrahechos, de los cuatro militares asesinados horas antes.
   El oficial, lejos de imaginar que varios de sus compañeros están involucrados en la muerte premeditada de los calcinados, elabora a vuela pluma, a la ligera, el parte de lo que él llama “accidente”, el cual consta en el expediente radicado en el Juzgado Primero de Distrito de Puebla.
   Según el elemento de la PFC, el auto se desplazaba con notorio exceso de velocidad rumbo a Orizaba y en la curva el conductor perdió el control del vehículo, se salió de la cinta asfáltica y cayó al barranco, incendiándose.
   El oficial se regresó a su oficina, mientras los cuatro cadáveres, registrados inicialmente como NN (no nombre) fueron depositados en las planchas del Hospital Civil de Orizaba, Veracruz.
   El expediente del caso se radicó en la Agencia del Ministerio Público de Orizaba, a cargo de Carlos Darío Beltrán Molina, quien aceptó a pie juntillas la tesis de que la muerte de los cuatro hombres fue producto de un accidente.
   Y ordenó archivar el expediente. Según él no había delito que perseguir.
   Pero la autopsia, realizada por los médicos Rodolfo Ramírez Girón y Néstor Maceda Martínez, aclaró, por lo menos, que uno de los cadáveres presentaba dos impactos de bala.
   Y la tesis de accidente empezó a desmoronarse.
   Lejos de ahí, a 140 kilómetros de distancia, en el corralón de la PFC de Puebla, los autores del cuádruple homicidio, se despiden.
   Antes, por seguridad colectiva, se comprometen a guardar el secreto, a no comentar nada con nadie.
   Jorge Pellegrini Poucel, capitán de la PFCaminos, va con su esposa que está internada en un hospital particular de Puebla. Sufre una amenaza de aborto.
   --Finalmente perdimos a la criatura --dice en el reclusorio de esta capital, abatido.
   Pellegrini, según acepta, está ojeroso, no ha tenido tiempo de asearse. En las ropas y en el rostro tiene las huellas de la madrugada macabra.
   --Tuve una noche difícil --le dice a su mujer que percibe su nerviosismo.
   Marcos Moreno Cabrera, Luis Jacobo González Ruiz y Fernando Ceregido Moreno, se dirigen al destacamento de la PFC en Izúcar de Matamoros.
   Cuando se convencen que nadie espía sus movimientos, continúan adelante con su plan.
   Marcos entrega a Ceregido y a Luis Jacobo las cuatro credenciales del teniente y de los subtenientes de la XXV Zona Militar sacrificados escasas horas antes.
   --Quémenlas –ordena.
   Y el hijo del director de la policía de Puebla saca de la cajuela de su patrulla las cuatro pistolas calibre 45 propiedad de los militares.
   Descubre un sitio que le parece conveniente, escarba durante varios minutos y entierra las armas. Se preocupa por aplanar el terreno, por borrar cualquier huella que pudiera delatarlos.
   Ceregido dice que llegó a su casa en la tarde de ese mismo día. Estaba sumamente cansado. Intentó en vano dormir. Recostado en la cama, según confiesa, reproducía las imágenes del crimen.
   Rechazó los alimentos que le ofreció su esposa.
   --No tengo hambre.
   Y desairó a su hijo de año y medio que, sonriente, le extendió los brazos, dijo.
   Afirma que se levantó y miró por la ventana de su modesto departamento en un segundo piso.
   --¿Qué te pasa? –le preguntó su esposa.  
   Explotó en una crisis nerviosa.
   --Nada. Déjame en paz.
   En tanto, El Torcho no esperó el curso de los acontecimientos. Huyó y hasta el momento se desconoce su paradero. (Publicado el 9 de marzo de 1985).

              Unas fotos, clave de los homicidios

El comandante del décimo segundo Regimiento de Caballería, general Jesús Gutiérrez Rebollo, se pasea inquieto, nervioso, por su estrecha oficina. Le preocupa la tardanza de los cuatro oficiales enviados a investigar la toma de la Agencia Municipal de San Lucas Colucan, en Izúcar de Matamoros.
   La tarde del sábado 19 de enero arrecia la inquietud en la XXV Zona Militar por la ausencia del teniente Gerardo Enrique Sánchez Rosas y de los subtenientes Roberto Sánchez Poo, Sergio Erives Apodaca y Angel Castillo López.
   Sus compañeros y superiores descartan la absurda teoría de que tal vez desertaron. Se inclinan mejor por la posibilidad de que se embriagaron o se fueron con mujeres y que pronto regresarán.
   El domingo en la mañana crece la incertidumbre. Se robustece la tesis de que probablemente sufrieron un accidente.
   El comandante de la XXV Zona Militar, general Jorge Alberto Grajales Velasco, decide tomar la iniciativa el mismo domingo.
   --Envíen –ordena-- un exhorto a las autoridades civiles y militares…
   Y agrega:
   --Me parece raro que no lleguen; seguramente les ocurrió algo grave.
   La XXV Zona Militar se comunicó a todos los estados del país, solicitando colaboración para localizar a los oficiales.
   El lunes en la mañana, en circunstancias no aclaradas durante el proceso, la comandancia de la Zona Miliar recibió las fotografías que exhibían la golpiza que recibieron el teniente y los subtenientes a manos de elementos de la PFC, en el retén antialcohólico establecido en Atlixco la noche del viernes 18 de enero.
   En una de las fotografías se apreciaba con absoluta nitidez una patrulla de la Dirección de Policía de Puebla.
   El general ordenó a un piquete de la Policía Militar entrevistarse con el director de la policía local, para conocer la identidad de los patrulleros comisionados esa noche en el retén antialcohólico.
   Marcos Moreno Juárez recibió a los soldados y mostró extrañeza de que sus subordinados estuvieran involucrados en la agresión a los militares.
   --Que vengan inmediatamente Fernando Ceregido y José Luis Robles Valencia.
   A los 10 minutos el empleado regresó con noticias.
   --No se han presentado a trabajar desde el domingo.
   El sargento que encabezaba al grupo de militares le dijo al jefe de la policía poblana:
   --Búsquelos y que se presenten en la Zona Militar –dijo el militar en tono imperativo, casi agresivo, antes de retirarse.
   Marcos Moreno, según consta en las diligencias levantadas por el juez Hilario Bárcenas Chávez, giró instrucciones para que presentaran a la mayor brevedad posible a los dos patrulleros.
   Al filo de las 18 horas se localizó a Ceregido y a Robles Valencia en sus domicilios y fueron llevados ante su jefe.
   --¿Tuvieron un problema con unos militares durante la campaña antialcohólica?
   Ceregido dice que sintió que la sangre se agolpaba en su cerebro.
   Respondió vacilante.
   --No…señor.
   --¿Seguro?
   Los policías guardan silencio. El nerviosismo los delata.
   --Porque parece que es una bronca grande.
   Y ordena:
   --Preséntense en la Zona Militar.
   Ceregido y Robles Valencia se presentaron ante el agente del Ministerio Público Federal Militar, capitán Verdín, a quien acompañaban más militares.
   Ceregido confiesa que la presión era “terrible” y confesaron que los oficiales habían sido asesinados en las Cumbres de Acultzingo el mismo sábado. Y dio los nombres de los demás involucrados, especialmente de Jorge Pelligrini Poucel, Marcos Moreno Carrera y El Torcho.
  El sargento de la PFC Luis Jacobo González Ruiz fue detenido cuando estaba al volante de su patrulla, en el destacamento de Izúcar de Matamoros.
   --¿Quién los mató”? –preguntó el agente del Ministerio Público Militar.
   La declaración de Luis Jacobo coincide con la de los patrulleros poblanos. Y vuelven a aparecer los nombres de El Torcho, Marcos Moreno, Pellegrini y por primera vez el del médico Arturo Shields.
    El médico había dejado a su novia en la estación de Autobuses de Oriente cuando su madre le dijo que lo estuvieron buscando insistentemente toda la tarde (del martes) de la Zona Militar.
   Arturo Shields dice que salió rumbo a la Zona Militar con la certidumbre de que la esposa del general Gutiérrez Rebollo, a la que atendía de hipertensión arterial, requería de sus servicios. Desde que lo dejaron en su domicilio la mañana del sábado no volvió a saber de los elementos de la PFC ni la suerte de los militares.
   Señala que al cruzar la Zona Militar le dijeron que lo buscaban en relación con el asesinato de cuatro oficiales.
   Se detuvo bruscamente, según reveló.
   --¿Los mataron? No; no puede ser.
   Se llevó las manos a la cara, cayó de rodillas y empezó a llorar. (Publicado el
10 de marzo de 1985).

          Nunca pasó algo tan grave en la PFC: el nuevo comandante

El capitán de la Policía Federal de Caminos (PFC), Jorge Pellegrini Poucel, incubó con seriedad la idea de la fuga. Meditó tres días hasta que decidió jugarse un albur. Personalmente acudió el martes 22 de enero a la XXV Zona Militar con el télex que detallaba el “accidente” sufrido por los cuatro oficiales.
   Se presentó respetuoso ante el capitán Verdín. Le extendió el comunicado:
   --Señor, los oficiales sufrieron un accidente en las cumbres de Acultzingo.
   Intentó mantener calma, ecuanimidad. Incluso dice que en ningún momento estuvo nervioso. Tenía confianza en que se aceptara la tesis del accidente.
   El capitán Verdín arrugó entre sus manos el papel, lo arrojó a un rincón de su oficina y sacó la pistola 45 que puso enfrente de Pellegrini.
   --Tengo siete años de agente del Ministerio Público Militar y no me trago tan fácil el anzuelo.
   Pellegrini se sintió perdido. Apenas una leve protesta brotó de sus labios cuando fue desarmado y esposado.
   --Capitán, está usted equi…
   Ya no terminó la frase. A empellones fue sacado de la oficina y, sin quitarle las esposas, fue confinado en un pequeño cuarto oscuro.
   Dos horas después, según su testimonio, fue llevado nuevamente ante el capitán Verdín. Pero éste no estaba solo. A su derecha, silencioso, la cabeza gacha, inmutable, estaba Fernando Ceregido Moreno.  
   --A ver tú –gritó el militar a Ceregido-- dícelo en su cara.
   Ceregido levantó la cabeza, agrandó los ojos oblicuos y directo, sin eufemismos, afirmó.
   --Tú los mataste.
   Verdín hizo una seña y varios soldados sacaron a Pellegrini de la oficina. Este dice que después fue golpeado y sometido a presiones sicológicas.
   Por ejemplo, abunda, fue desnudado y golpeado con una vara en los testículos. “También me pusieron un libro en el pecho que golpeaban con un bat”.
   Vendado de los ojos, según la declaración rendida en el Juzgado Primero de Distrito de la ciudad de Puebla, le pusieron una pistola en la cabeza y le ordenaron:
   --Corre…
   Pellegrini corrió con los brazos extendidos, tropezó, se incorporó y escuchó varios balazos. Después, el silencio y las manos que lo sujetaban y subían a una camioneta pick up, esposado y vendado de los ojos.
   La versión de Pellegrini coincide con la de los otros detenidos. Dicen que durante tres días no probaron alimento ni agua y se les presionó permanentemente, tanto física como moralmente.
   Pellegrini, al parecer, fue el más acosado.
   -¿Eres cocainómano –le preguntaron.
     Dice que guardó silencio, pero respondió ante los argumentos convincentes de los golpes.
   --Sí.
   Los militares, según la declaración del ex capitán de la PFC, pusieron énfasis en conocer quién o quiénes surtían de droga a Pellegrini, el cual comprometió a varios elementos de la misma corporación.
   El miércoles a temprana hora, en una movilización inusual, se ordenó la captura del comandante de la PFC, Trinidad Rodríguez Ballesteros, ante la fundada sospecha de que tenía responsabilidad en el cuádruple homicidio.
   Un pelotón de soldados, distribuidos en cinco jeeps, rodearon las oficinas de la PFC, localizadas en la 24 Sur y 5 Oriente.
   Los vehículos se apostaron estratégicamente en derredor del inmueble, ante la sorpresa de vecinos y trabajadores de Grúas Villagrán, según varios testimonios recogidos por La Jornada.
   Cinco elementos de la Policía Militar penetraron sorpresivamente. Revisaron minuciosamente las oficinas, los baños, el interior de las patrullas, los techos. Ni un solo resquicio faltó por verificar.
Pero Rodríguez había huído. Según los testimonios obtenidos en la PFC ya no se presentó a trabajar el lunes 21 de enero, dos días después del asesinato de los cuatro oficiales del Ejército.
   Tampoco se localizó la camioneta Ecoline, propiedad de Rodríguez Ballesteros, en la que se transportó a los militares a las cumbres de Acultzingo y donde se les inyectó cloruro de potasio y dos de ellos fueron ahorcados.
   Ese mismo día por la tarde se acuarteló al personal de la PFC y luego fueron asignados a otras partes del país.
      Se nombró comandante de la PFC en Puebla a Adán Reygadas, movilizado de Hermosillo, Sonora. Se muestra evasivo ante el reportero. Simplemente dice:
   --Nunca en la historia de la Policía Federal de Caminos había ocurrido algo tan grave, tan espantoso –y trepa presuroso a su patrulla y se pierde por las calles estrechas, con sabor colonial, de la capital poblana. (Publicado el 11 de marzo de 1985).

                     “Somos famosos”, fue la conclusión de Pellegrini


El jueves 24 de enero en la mañana, la cadena local Radio Oro difundió una noticia que arrancó maldiciones y agitó el ambiente en la XXV Zona Militar.
   “El capitán de la Policía Federal de Caminos (PFC), Jorge Pellegrini Poucel –leía el locutor con voz ronca, grave – fue detenido en relación con el asesinato de cuatro oficiales del Ejército.”
   Las órdenes y la movilización se multiplicaron en minutos. Decenas de soldados se apostaron en derredor de los cinco detenidos que continuaban esposados y vendados de los ojos.
   Pellegrini recuerda que un militar se le acercó, le propinó un fuerte puntapié y le dijo.
   --Te salvaste, cabrón.
   Cuando les retiraron las vendas y vieron a los soldados que les apuntaban con armas largas, todos se hermanaron en un mismo pensamiento, en un mismo presentimiento.
   --Creí que nos iban a fusilar –sostuvo Ceregido, quien se estremeció visiblemente al recordar la escena.
   A las 10 de la mañana de ese día fueron subidos a una camioneta pick up, obligados a tenderse boca abajo en el piso, cubiertos con una manta color verde y encima de ellos, como si se tratara de una actividad rutinaria, se colocaron varios soldados.
   La camioneta arrancó suavemente. Circuló más de media hora por calles, avenidas y carretera y luego tomó por un camino pedregoso, irregular.
   Finalmente se detuvo y bajaron a Pellegrini Poucel, según su declaración. Fue vendado de los ojos y le pusieron una pistola en la sien derecha.
   --Te vas a morir –le dijeron.
   Dos balazos que en la soledad del paraje retumbaron con mayor fuerza estremecieron a los reos.
   Dos manos ásperas, rudas, bajaron del vehículo a Ceregido.
   --Sigues tú –le advirtieron.
   --Empecé a rezar –dijo después.
   Y así, uno por uno, la misma escena, la misma amenaza, los balazos, la sensación de la muerte inevitable.
   Nuevamente la camioneta se puso en movimiento. Y los soldados descargaban culatazos sobre los policías poblanos, los dos elementos de la PFC y el médico.
   Faltaban dos. El Torcho y Marcos Moreno, que habían escapado.
   Llegaron en la tarde a las oficinas de la Interpol, en el Distrito Federal, donde el trato fue diferente, según los testimonios.
   Me comí la torta de huevo más rica de mi vida –y Ceregido esboza apenas una sonrisa. En tres días ni él ni sus compañeros habían probado alimento.
   Y en la noche del mismo jueves, según el testimonio de Luis Jacobo González Ruiz, principió el interrogatorio en las oficinas de la Interpol.
   --¿Sabes que Pellegrini es adicto a la cocaína?
   El ex sargento de la PFC negó una y otra vez. Ya no lo golpearon, pero sí fue presionado para que delatara el supuesto tráfico de drogas entre el personal de esa corporación.
   Con Pellegrini el tono fue más violento, pero tampoco, de acuerdo con su versión, lo golpearon.
   --¿Quién te vende la coca? –pregunta insistente que él trató de eludir, pero finalmente respondió.
   Proporcionó los nombres de dos elementos de la PFC que, a raíz del asesinato de los militares, fueron reconcentrados en la capital del país.
   Detenidos e interrogados por elementos de la Policía Judicial Federal no se les demostró su supuesta vinculación con el tráfico de drogas y fueron liberados.
   El viernes 25 de enero, bajo estrictas medidas de seguridad, viajaron de regreso a Puebla. Declararon ante el juez Hilario Bárcenas Chávez y soportaron el interrogatorio y los flashazos de los reporteros locales.
   Una semana después, custodiado por seis patrullas de la policía poblana, se entregó voluntariamente Marcos Moreno Carrera. Huyó a Monterrey, pero regresó cuando se enteró de que su padre era severamente presionado e inclusive se había pedido su cese al frente de la policía poblana.
   Moreno Carrera leyó su declaración preparatoria redactada en ocho cuartillas. Señaló directamente a Pellegrini y a El Torcho como los principales responsables del cuádruple homicidio.
   Pero Pellegrino lo hundió:
   --Tú me ayudaste a inyectarlos y ahorcaste a uno de ellos.
   Moreno Carrera, de 25 años, un metro 85 centímetros de estatura, mirada felina y atlético, se le abalanzó y trató de golpearlo.
   --Mientes –gritó, mientras era sometido por varios policías.
   El mismo viernes fueron internados en la penitenciaría local. Todos separados, en diferente ambulatorio. Pellegrini ocupó la celda destinada a los criminales más peligrosos y se ordenó una especial vigilancia sobre él.
   Días después, según los testimonios, se paseaba por el amplio patio de la cárcel. El sol clareaba su cabellera dorada. Sostenía con emoción un periódico que reseñaba el crimen de los oficiales y publicó las fotografías de los cadáveres calcinados.
   Abordó al doctor Arturo Shields.
   --Mira –le mostró el ejemplar-- somos famosos. Hasta el Presidente va a saber de nosotros.
   El médico se retiró a un rincón a vomitar. (Publicado el 12 de marzo de 1985).

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